Por Fernando Suarez.
-Tar “Over and out” (1995)
¿Quieren noventas? Si no quieren, se joden y se lo tragan igual. Cuando la gente del futuro quiera saber a qué diantres sonaba el Rock en dicha década deberían acudir a discos como este. Nacieron en 1989 y se separaron en el mismo año en que editaron este genial “Over and out”, así que hasta en las fechas siguen esa línea. Todos sus discos anteriores (tres, sin contar ep’s) se titulan con una sola palabra, sus artes de tapa presentaban diseños entre simples e ingeniosos y sus integrantes vestían convencionales jeans, remeras, pelos cortos, camisas a cuadros y anteojos culo de botella. No usaban instrumentos electrónicos y basaban la totalidad de su propuesta en la más cruda energía rockera, con las guitarras bien al frente, las voces rasposas y los ritmos musculares. Y, musicalmente, conjugaban de forma impecable elementos del Grunge, el Noise-Rock (siendo oriundos de Chicago y contando con gente como Steve Albini y Bob Weston tras las perillas, era de esperarse) y el Post-Hardcore. Tenemos el sonido crudo y mugriento, los ritmos arrastrados y esa especie de pesadez Punk del primero. Las disonancias, los ritmos trabados, los gritos, el feedback y la psicosis del segundo y la potencia emocional e intelectual, los contrapuntos instrumentales y las dinámicas movedizas del tercero. Claro, hoy en día es probable que semejante cruza suene a objetivo premeditado, pero en esos días era simplemente la convergencia de influencias afines. En definitiva, bandas como Nirvana, The Jesus Lizard, Helmet o Jawbox no estaban tan lejos en sus respectivas propuestas artísticas. Tar podía compartir escenario con cualquiera de ellas sin quedar fuera de lugar y aún así nunca resignaron su sonido distintivo. Justamente, resultan demasiado intrincados para el Grunge, demasiado emotivos para el Noise-Rock y demasiado sucios para el Post-Hardcore. Bien vale aclarar algo. Cuando digo intrincados no me refiero a Rock Progresivo, si no más bien a las enseñanzas de adelantados del Punk como Black Flag, Wipers, Sonic Youth o Minutemen. Cuando hablo de emoción no se trata de maquillaje y llantos por novias perdidas, si no de esa angustia combustible de grandes como Fugazi o Hüsker Dü. Y cuando menciono la suciedad…bueno, ahí sí podemos remitirnos a Big Black, Scratch Acid y Killdozer por un lado, y a Mudhoney, Tad o los mismos Volcano Suns donde tocara el mencionado Bob Weston, por el otro. También es importante rescatar que la aproximación de Tar al Rock en general era, a pesar del innegable grado de nerdismo, sumamente brutal e inmediata. En sus pasajes más frenéticos parecían torturar a sus guitarras en medio de convulsionadas danzas y cada golpe estaba dirigido directamente al entrecejo. Recorrían también amenazantes paisajes donde la tensión era dibujada con filosos riffs entrecortados y un bajo capaz de derretir paredes. Y hasta cuando se permitían algún tipo de vulnerabilidad melódica resultaban hostiles o, como mínimo, quebrados emocionalmente, cubiertos de sudor y con el rostro deformado por una horrible mueca de dolor. Todo con esa gracia visceral, maliciosa y despojada que caracterizó a la década pasada. En fin, si todo este revival noventoso sirve, aunque más no sea, para rescatar a alguna de estas maravillosas bandas, la cosa habrá valido la pena. Si no, pueden probar por su cuenta, que siempre es más satisfactorio.
-Pitch Shifter “Www.pitchshifter.com” (1998)
Comenzaron a fines de los ochentas con la manifiesta intención de emular la densidad mecánica de Godflesh (hasta se acercaban a Justin Broadrick en sus conciertos para preguntarle qué tipo de máquina de ritmos usaba), hecho que quedó plasmado en sus primeros trabajos discográficos, “Industrial” (1991) y “Submit” (1992). En “Desensitized” (1993) ocurre su primer metamorfosis, reduciendo al mínimo la influencia de Godflesh (aunque todavía resonaban algunos de esos climas opresivos), incorporando ritmos un tanto más gancheros, reemplazando los guturales gruñidos de antaño por modismos rasposos similares a los que Fear Factory emplearía un par de años después y sumando algo de la agresión politizada de Ministry. El siguiente álbum, “Infotainment?” (1996) los vio profundizando esa veta con beats aún más bailables (similares a los de White Zombie pero despojados del colorido psicodélico de estos) y comenzando su campaña para compartir samples de forma gratuita. Pero es en este “Www.pitchshifter.com” donde se asientan definitivamente metiéndose de lleno en las nuevas corrientes electrónicas que surgían por aquellos años, sin por ello perder el filo metálico de siempre. En este punto, predominan ritmos cercanos al Breakbeat, el Drum & Bass y demás elucubraciones bailables, enmarcados en canciones virulentas pero con una frescura inédita. Tal vez el cambio más notable se da en las voces. J.S. Clayden abandona definitivamente los lazos con el Metal extremo y se mete de lleno en una tonalidad más nasal, aún sucia pero mucho más articulada (por momentos, hasta intentando alguna que otra melodía) y cargada de un cinismo Punk que calza a la perfección con sus punzantes letras. Así, a lo largo de la placa desfilan bombazos donde conviven sin problemas las pistas de bailes, los climas de demencia urbana, las sutilezas digitales y el sudoroso nervio rockero. Ahí tienen el comienzo a pura energía desatada de “Microwaved” (una dinámica casi Grunge remachada con circuitos descompuestos), el ritmo frenético, el bajo podrido y las guitarras ruidosas de “2nd hand”, esa suerte de Rob Zombie teñido de autodesprecio de “Genius”, los ritmos trabados y el estribillo expansivo de “Civilised”, el Cyber-Punk ácido de “Subject to status” y “W.Y.S.I.W.Y.G.”, la amargura emotiva de “”Please sir” (con una letra sencillamente sublime), el Groove apagado y los cambios de clima de “Disposable”, el Drum & Bass epiléptico de “A Better Lie™” (adornado con un bajo que raja la tierra y unas guitarras que raspan la piel), el alucinógeno descanso instrumental de “Innit” (otro Drum & Bass pero esta vez sin la parte rockera), la amalgama de diversos ritmos que desembocan en un estribillo demandante de “What's in it for me?”, el equilibrio entre elegancia y salvajismo de “I don't like it” y el místico final de “ZX81” para comprobar cómo los elementos electrónicos pueden ser empleados para transmitir todo tipo de sensaciones absolutamente viscerales. Tal vez la clave fuera que Pitch Shifter parecía finalmente concentrado en construir canciones antes que atmósferas y, en ese proceso, se encontraron con la habilidad de manejar dinámicas variadas que le dan aire a la sobrecarga sensorial propuesta por los samples. O sea, estamos en presencia de un álbum lleno de detalles, arreglos e imágenes que invitan a sumergirnos en profundos viajes sonoros, pero todo eso está puesto en función de apuntalar la intensidad (ojo, dije intensidad que no es lo mismo que agresión) de las composiciones. Para muchos, este representa el momento en que Pitch Shifter se adentra en terrenos demasiado accesibles y, si bien eso es cierto (en especial en comparación con sus primeras grabaciones), la calidad de las canciones está fuera de discusión. Y, si a eso le suman una energía avasallante y unas letras de una lucidez poco común, entonces no hay nada por qué preocuparnos. Una pieza imprescindible de una de las bandas pilares del Metal Industrial.
-Guided By Voices “Half smiles of the decomposed” (2004)
Los muchachitos más recalcitrantes del Indie-Rock podrán patalear todo lo que quieran pero las geniales construcciones melódicas de Robert Pollard (líder indiscutido de Guided By Voices) se encuentran mucho más a gusto lejos de las limitaciones y los jugueteos del lo-fi. Y, si vamos al caso, lo mismo podría decirse de otros pioneros de la portaestudio como Pavement o Sebadoh. En el caso particular de Guided By Voices, se trata de algo demasiado evidente, en especial si tenemos en cuenta su constante búsqueda de perfección Pop. Y no es que sus primeras, y rústicas, grabaciones no contaran con momentos de interés, es sólo que emperrarse en grabar de forma defectuosa por un mero capricho supuestamente cool es una absoluta estupidez. Y, de todas formas, tampoco es que los discos del grupo contaran con superproducciones o algo por el estilo. “Half smiles of the decomposed” fue el legado final de Pollard y los suyos (bueno, los suyos siempre fueron cambiando con el paso del tiempo) y resulta un perfecto ejemplo de la excelencia compositiva de este señor. Guitarras crudas, a veces limpias, a veces distorsionadas, dibujando riffs simples y certeros, soñadores arpegios y esas secuencias de acordes que se clavan directo en el corazón. Bases que van desde la más reposada e intimista de las calmas a la pura efervescencia Power-Popera, siempre con una soltura que no sabe de virtuosismos pero que entiende a la perfección las necesidades de cada canción. Y, claro, la figura indiscutida en la forma de esas preciosas melodías vocales concebidas por el bueno de Roberto. Una vez más queda demostrado como el talento melódico puede evocar todo tipo de emociones, sean estas concretas o abstractas, agradables o de las otras. Pollard maneja sin problemas las dinámicas cambiantes del Indie-Rock y no se priva de jugar con tempos y armonías más bien deformes pero siempre enmarcado dentro de canciones redondas, sensibles y tremendamente gancheras y memorables. Puede proponer retorcidos paseos de profundidad psicodélica y al instante hacernos saltar con guitarras en llamas y un Groove contagioso. Echa mano a diversas texturas pero nunca pierde el nervio rockero, canta sin violencia y con voz rasposa pero nunca suena desganado o abúlico, dibuja melodías tremendamente emotivas pero, como buen hombre de camisas a cuadros, nunca sobreactúa dicha emotividad, pero tampoco se pasa de irónico. Todo esto entregado con una personalidad única y distintiva, una sensibilidad que, a lo sumo, lo acerca a Beatles (esos coros tan hermosos que dan ganas de llorar) o R.E.M. (esas melodías agridulces que anudan el estómago) antes que a los típicos popes del Indie. En fin, hablamos, claro que sí, del eterno arte de crear buenas canciones. Una labor artesanal guiada por el corazón y apuntalada por la mente sin que ambos entren en contradicción. Pura dicha cancionera, lejos de poses afectadas y guiños para unos pocos.
-Figure Of Merit “Vatic” (2005)
No importa que el Mathcore haya dejado de ser (hace un buen tiempo ya) el género predilecto de la vanguardia extrema metalera. Ni siquiera importa que, efectivamente, el género se haya poblado en exceso de clones de The Dillinger Escape Plan jugando a ver quién toca más rápido y quién compone el amasijo de riffs contracturados más carente de sentido. Todavía su historial cuenta con pequeñas grandes joyitas como la que nos ocupa. Figure Of Merit era (suponemos que ya no existen pero no hay mucha información dando vuelta sobre el estado actual del grupo) un cuarteto oriundo de Minnesota, Estados unidos, y llevaban bien alta la bandera del Mathcore más oscuro y asfixiante. Lejos de los malabares instrumentales y las frenéticas aceleradas de los mencionados Dillinger, mucho más cerca de grupos como Deadguy, Coalesce, Anodyne o Kiss It Goodbye. Ritmos lentos e irregulares, potentes pero con un enfermizo manejo del swing y ese groove trabado heredado del Noise-Rock más muscular de bandas como Unsane, Shellac o The Jesus Lizard. Alaridos desgarrados, que suenan más desesperados que enojados, más un exorcismo de propios demonios que una invitación a pelear. Riffs que no necesitan el exceso de notas a toda velocidad para generar incomodidad o tensión, pero que buscan conscientemente las progresiones más disonantes y angulares. Algún que otro machaque casi Thrasher, cómo no, pero envuelto en un sonido tan mugriento que, de alguna manera, lo emparenta con el Crust. Alguna que otra melodía (sólo en la guitarra, la voz se apega a su esquema de garganta a punto de sangrar) pero nada de maquillajes Emo (al menos no lo que hoy en día se conoce como Emo) ni pretensiones épicas Maidenescas. Y, claro, acoples, feedback y ese nerviosismo, esa urgencia que les da su latir Hardcore. Pero lo importante es que aquí hay canciones. No simplemente arquitecturas surrealistas borroneadas por el vértigo. Canciones. Estructuras claras, desarrollos atrapantes, riffs que logran adherirse a la memoria sin demasiados inconvenientes, inclusive momentos de repetición casi minimalista. Todo esto sin resignar ni un ápice de locura e intensidad. Por el contrario, la simpleza con la que construyen una música que, de cierta forma, sigue siendo intrincada, les confiere una notable sensación de honestidad, los aleja de la mera pose ñoña de querer hacerse los freaks a toda costa. O sea, son freaks, efectivamente hacen un tipo de música que sólo gustará a una minoría pero dejan la fuerte impresión de que lo hacen así porque les sale de las entrañas y no para hacerse los cool. En ese sentido, lo que ganan en frescura e inocencia tal vez lo pierdan en inteligencia (un equilibrio que las bandas mencionadas como referencia manejan a la perfección), pero esa es una cualidad que sólo el tiempo les puede dar. Mientras tanto (y con la esperanza de que se mantengan activos), sería una pena no disfrutar de este más que interesante “Vatic”.
-Kevin Seconds And His Ghetto Moments “Rise up, insomniacs” (2008)
A nadie debería sorprender que Kevin Seconds (legendario líder de 7 Seconds, una de las bandas que ayudó a popularizar tanto el Hardcore Straight Edge como el subsiguiente Post-Hardcore-Emo de mediados de los ochentas) se encuentre en la actualidad abocado a nuevas formas de expresar la misma emoción visceral y casi inocente de siempre. Por un lado, no sólo la evolución de su primera banda (como ya dijimos, del vértigo Hardcore/Punk a las melodías introspectivas y los tempos más cadenciosos) si no también algunos de los proyectos (Drop Acid) y trabajos solistas que el muchacho editó a principios de la década pasada lo encontraban flirteando con otras formas de expresar su corazón Punk, en especial aquellas cercanas al Grunge. Ahora es tiempo de una nueva vuelta de tuerca, hora de dejar la distorsión de lado y calzarse definitivamente la guitarra acústica. Y eso tampoco debería ser sorpresivo, al fin de cuentas no es el primer músico ligado al Punk que se mete de cabeza en terrenos Folkys. Y, tal como sucediera con gente como Chuck Ragan (Hot Water Music), Greg Graffin (Bad Religion) o Mike Ness (Social Distortion), los resultados son sencillamente excelentes. La voz de Seconds mantiene ese tono fresco y juvenil de antaño pero creció enormemente en lo que hace a expresividad, versatilidad y contundencia. Sus melodías calan en lo más profundo del alma pero nunca resultan deprimentes u oscuras. Y no es que tenga nada en contra de la música más oscura pero, en este caso particular, sonaría forzado si intentara moverse por esos terrenos. La cadencia de las canciones invita a seguirlas con la patita de forma relajada, las guitarras acarician el ánimo con sus rasgueos, las armónicas, slides y demás instrumentos típicos del género evocan al Neil Young más rural, mientras que los geniales coros embriagan los sentidos a pura belleza. Cada una de estas hermosas trece canciones es como un oasis de luz entre tanta hostilidad que esta vida urbana nos obliga a tragarnos. Y, antes de que salten a hacerse los vivillos blandiendo su cinismo post-adolescente, les digo que no hay lugar aquí para poses vacías y gestos superficiales. No se trata de alegría descerebrada, si no de poder contemplar las cosas desde otra perspectiva, sin necesidad de apretar los dientes constantemente o gritarnos los unos a los otros en la cara. Se trata de apreciar y convivir con toda la gama de emociones que contienen nuestras vidas, sin exaltarnos en nuestras victorias (siempre serán efímeras) ni hundirnos en nuestros fracasos pero manteniendo siempre la llama de la pasión ardiendo. De hecho, Kevin no tiene miedo de tocar tópicos que, en otras manos, resultarían necesariamente sórdidos o dolorosos y logra plantearlos desde su siempre positiva óptica (vamos, las enseñanzas del Hardcore) sin por ello despojarlos de sustancia o emoción. Por supuesto, más allá del prominente aire campechano del disco, también hay lugar para ciertas melodías no tan lejanas a los momentos más dulces de 7 Seconds e inclusive algún que otro flirteo con el viejo y querido Pop tradicional. En fin, no se trata de material revolucionario ni nada por el estilo, simplemente una colección de perfectas canciones a cargo de uno de los pilares más inquietos y menos reconocidos del Hardcore/Punk americano. Por una vez en la vida podemos dejar de lado las meras categorizaciones genéricas y dedicarnos a disfrutar de una buena panzada de música sin prejuicios.
-Coalesce “OXEP” (2009)
La cosa es bien simple. Coalesce se juntó, editaron un larga duración (el magnífico “OX”, un candidato fijo a ocupar las listas de los mejores discos del año) y dejaron siete temas sobrantes que cerraban mejor puestos en la forma de este ep. “Oxe to Ore” abre la placa con tambores entre tribales y mecánicos, un misterioso trabajo de percusión que no necesita demasiados elementos para generar tensión y una lejana guitarra que más adelante mostrará su verdadera naturaleza. Le sigue “The blind eye” con su groove lento, esas típicas cadencias erráticas de Coalesce, sus riffs entrecortados, casi como un Helmet cubierto de barro, Sean Ingram dejando la garganta en cada grito y hasta algunos sutiles punteitos melódicos. Llega el respiro de la mano de “Joyless in life”. Arpegios limpios, rasgueos en algún lugar entre las más desoladas visiones rurales y el más profundo y oscuro de los paisajes cósmicos. Un breve y sentido remanso por el cual Dylan Carlson (en su encarnación actual) daría un brazo. No se acomoden aún, ahí viene “To my ruin”. Tempo circular, riffs que se detienen abruptamente en punzantes disonancias armónicas. Esa capacidad para envolvernos y marearnos, esa cadencia irregular que juega con las percepciones. Un rebaje Drone/Sludge que raja la tierra, infectado de acoples y con un Ingram absolutamente desbocado y rabioso. “Absent in death” comienza como otro reflexivo paseo de aires Folks. Un evocador Western que deja en ridículo a tanto snob que juega a imitar a Ennio Morricone. Eso, hasta que entra la distorsión, el ritmo aplastante y los gruñidos de Ingram para abrir las compuertas del infierno y tragarnos para siempre. Vuelve el Groove de la mano de “Through sparrows i rest”. Gordos riffs que se paran entre la más pesada tradición sureña y el más pendenciero de los Noise-Rocks. Algo así como el tema que hubiese compuesto Corrosion Of Conformity si hubieran decidido no tomar la medicación para la mente. O tal vez otra prueba del amor por Led Zeppelin profesado por el guitarrista Jes Steineger, que ya había quedado demostrado en aquel ep de covers de Led Zep, “There is nothing new under the sun”. Hasta hay lugar para unos coritos melódicos entre la típica pudrición de garganta de Sean Ingram. El viaje se cierra con “Ore to Earth” que suma el campechano punteo del tema anterior a la oscura percusión de la primera canción. Un final que aporta un cierre casi conceptual a este breve pero delicioso aperitivo. No mucho más que agregar, está claro que se trata de un material sólo para fans pero, aún así, mantiene la clarísima personalidad y el altísimo nivel compositivo del cuarteto. Si se quedaron con ganas de más después de “OX”, aquí tienen algo para paliar la sed.
-Gaza “He is never coming back” (2009)
No lo afirmaría como regla inamovible pero, en general, soy de la creencia que aquellos grupos que logran eludir la categorización fácil e inmediata suelen ser más interesantes que los que entran sin inconvenientes en el juego de encasillamientos rockeros. Por supuesto, aún dentro de esta premisa, existen grados, no sólo de talento y honestidad (ambos ítems bastante subjetivos), si no también de alcance y amplitud de miras en el eclecticismo. O sea, no es lo mismo un Mr. Bungle, capaz de meterse con cualquier género musical existente (rockero o no), que un Refused enmarcando sus múltiples variantes dentro del terreno del Hardcore. Ojo, no estoy emitiendo ningún juicio de valor (ambas opciones son igual de válidas y nos han legado grandes obras como “Disco volante” o “The shape of Punk to come”, por seguir con esos ejemplos), simplemente, como decían los muchachotes de E.D.O., marcar las diferencias no es discriminar. Gaza ya había demostrado con su primer disco (“I don’t care where I go when I die”) que tenían la pasta suficiente para combinar Grindcore, Sludge, Crust y Mathcore de forma personal y energética. Tres años después de aquel, llega esta segunda parte y el ahora cuarteto nos vuelve a propinar una golpiza con trece de las más brutales canciones que se hayan escuchado en los últimos tiempos. Y, cuando digo brutales, me refiero a brutalidad en serio, no a técnica y velocidad sin sentido. Los ritmos se mueven entre babosas y opresivas letanías en cámara lenta, repiqueteantes blast-beats y epilépticas convulsiones imposibles de seguir con la patita. La voz se dedica principalmente a gruñir, en algún punto entre el Hardcore y el Death Metal (con el agregado de algún que otro chillido más agudo), y las guitarras estallan en todas las direcciones. Riffs angulares, acordes disonantes, machaques embarrados, oscuros rasgueos y arpegios casi Folkys, cuerdas estiradas, secuencias malignas, feedback, algún que otro amague de melodía introspectiva y una vasta gama de recursos se dan cita con una cohesión asombrosa. Los tipos pueden jugar con hipnóticos trances repetitivos (sonando, por momentos, a una versión extrema, metálica y oscura del viejo y querido Noise-Rock) o bien reventar esa tensión en caóticas explosiones de pura catarsis violenta. En esta ocasión (y a diferencia del debut) el énfasis parece estar puesto en los climas asfixiantes, los ritmos trabados y una psicosis de dientes apretados. Los riffs (tanto los más simples como los otros) suenan gordos y sucios, y parecen pensados para generar una constante sensación de incómoda paranoia urbana. Hay influencias, claro (el costado más contundente de Neurosis, el más crudo de Converge, el salvajismo de Terrorizer, la densidad enfermiza de Eyehategod, algo del Pig Destroyer más insano, lo más opresivo de bandas como Kiss It Goodbye, Anodyne o Playing Enemy), pero el resultado final es absolutamente personal y atrapante. Aún con sus variantes, Gaza se las arregló para construir un disco homogéneo, que nos toma del cuello y no nos suelta hasta que haya sonado la última nota. Y, de paso, logran gambetear con clase y huevos (les puedo asegurar que hay momentos donde la intensidad de las canciones hace doler la cabeza) los rótulos establecidos dentro del panorama metálico extremo actual. Amantes del ruido, la violencia y la mala onda, a por él.
-Ital Tek “Mako” (2009)
Camino desnudo. Mi piel se estira, tan blanca que casi es transparente. Mis venas laten en cámara lenta y transportan un espeso jugo de color verduzco. Mis ojos se hunden dentro de este cráneo que se siente ajeno. Camino en una lentitud errática, casi como si alguien hubiera suprimido fotogramas en la película de mis pasos. Mis uñas amarillentas raspan este eterno piso de nieve. El cielo pintado de negro me envía mensajes confusos. Leo un futuro en blanco y un pasado que no puedo recordar. Camino con las piernas quebradas, mis esqueléticos brazos dibujando formas irreales. Mi pecho se comprime, gruñe angustiosamente sus últimos rastros de humanidad. El saber es una condena que me ha sido negada. No hay nada que demuestre que soy real. Que alguna vez lo fui. Camino por infinitos pasadizos indistinguibles. Paredes cubiertas por pantallas descompuestas que transmiten lo que pudo haber sido. O lo que fue, no tengo forma de saberlo. Espesas tramas de cables se elevan hacia un firmamento turbulento. Comprendo estos símbolos fluorescentes que chisporrotean en mi cabeza. Interpreto secuencias numéricas, cierro mis ojos, vuelvo a empezar. Camino de forma cuidadosa por superficies heladas. Monolíticos bloques de un cegador blanco queman mi piel. Admiro estas arquitecturas del vacío sin pasión. Hago catálogos mentales que inmediatamente olvido. Reflexiono sobre hechos que jamás ocurrieron, ideas que nunca fueron concebidas. Camino imaginando oscuros túneles y un paso firme y convencido. Sueño almas rotas y miradas perdidas. Falsos rencores y esperanzas achicharradas bajo el peso de su propia egolatría. Sueño en códigos ilegibles y los interpreto a desgano y sin ningún tipo de rigor. No hay nada que juzgar. Camino atravesando ráfagas de viento que laceran mis prominentes costillas. El silencio silba melodías que no estoy capacitado para interpretar. Mis signos vitales son abstracciones creadas para explicar una ciencia que ya no existe. Cada espasmo de mis dedos (patéticos apéndices sin noción de sí mismos) envía descargas eléctricas que se evaporan en la nada. Camino con rodillas temblorosas. Mi destino es incierto y, sin embargo, arribo a él en todo momento. Mis huellas se borran en el preciso instante en que son impresas. Mi cuello respira ínfimas partículas de polvo blanco que se aferran a lo que deberían ser mis órganos. Camino sin explicaciones ni expectativas y cargo en algún lugar de mi recorrido la suma de infinitos universos deformados por un prisma quebrado.
-Krallice “Dimensional bleedthrough” (2009)
Parece ser que el ala más conservadora y tradicionalista del Metal extremo ya está poniendo el grito en el cielo ante la irrupción de diversos elementos provenientes del Indie-Rock, no sólo en lo que hace al background de los músicos involucrados, si no también a alguna que otra influencia musical. Esto mismo, trasladado al mundillo del Black Metal puede resultar aún más recalcitrante y, sin embargo, no debería serlo. Al fin de cuentas, tanto el Black como el Indie son dos de los ghettos más cerrados y elitistas del mundo del Rock, con lo cual era bastante lógico que los nerds retraídos se adentraran en las siniestras aguas del Black a la hora de buscar una identificación dentro del Metal extremo. Krallice bien podría ser considerada la banda emblema de esta nueva camada Blackmetalera (aunque otras como Wolves In The Throne Room y Liturgy los siguen de cerca) de camisas a cuadros y grandes anteojos. Por un lado, su guitarrista, vocalista y principal compositor es Mick Barr, un tipo que desde hace quince años viene desplegando sus sesudas elucubraciones guitarrísticas en proyectos tan deformes como Orthrelm, The Flying Luttenbachers, Octis u Ocrilim, codeándose con gente como Mike Patton, John Zorn e inclusive Guy Piccioto de Fugazi. Claro, si más allá de los pergaminos, Krallice se dedicara a recrear al pie de la letra las enseñanzas de DarkThrone, Mayhem y demás popes del Negro Metal, poco sería el revuelo. Como corresponde al espíritu inquieto de Barr (que, como si fuera poco, aquí se hace acompañar por Colin Marston, miembro de Gorguts, Behold... The Arctopus, Dysrhythmia, Infidel?/Castro! Y Byla), la propuesta del cuarteto no evidencia ningún interés en quedarse anclada a los clichés del género. Tampoco se pasan de rosca con la experimentación (de hecho, se trata del proyecto más tradicional y accesible en el que haya participado Barr) y por eso es que podemos seguir hablando de Black Metal hecho y derecho, aún cuando la imagen del grupo no calce con lo que se espera de él. Las voces chillan desde los más profundo del infierno, las guitarras raspan constantemente, generando una pared de llamas que lacera la piel con cada riff, los ritmos atronan, violentos y grandilocuentes al mismo tiempo e infectan la mente con sus macabros trances. Las canciones se erigen como monumentales construcciones nocturnas, laberínticas epopeyas de perdición que nos envuelven, nos sacuden y nos dejan al borde del agotamiento total. Tengan en cuenta que, de los siete temas que componen esta placa, sólo uno (el casi hitero “The mountain”) se encuentra por debajo de la marca de los ocho minutos de duración. Como podrán imaginarse, muchas cosas suceden dentro de tan afiebradas composiciones. Con las seis cuerdas de Barr (obviamente) guiando la faena, estos neoyorquinos logran equilibrar con pasmosa naturalidad los modismos más abrasivos y épicos de clásicos como Weakling (su principal influencia), Burzum o Ulver con elementos del Shoegaze, el Drone y hasta una cuota restringida pero innegable del caos disonante y epiléptico propuesto por Mick Barr en sus otras bandas. Por momentos suenan tan épicos y Progresivos como Emperor jamás pudo imaginar (aunque sin los teclados ni los innecesarios histrionismos vocales), en otros podrían remitir al Sunn 0))) de “Black one”, luego se permiten atacar a toda velocidad con los riffs más malignos jamás concebidos (bueno, tal vez rivalizando con los de Deathspell Omega) y, cuando el desarrollo de las composiciones así lo exige, dejan que las guitarras dibujen alguna que otra melodía emotiva enmarcada por cascadas de pura distorsión expansiva. En fin, estoy seguro de que si estos tipos se vistieran con ropa de cuero, muñequeras con pinches y caras pintadas como payasos tristes, hasta los más trve los reivindicarían como una de las bandas más interesantes del Black Metal actual. Ciertamente lo son. Así que, si les interesa el Black como hecho musical antes que como rejunte de supuestas ideologías (que sólo un nene de cinco años podría tomar en serio), “Dimensional bleedthrough” es una pieza imprescindible en la evolución del género.
-Slayer “World painted blood” (2009)
Si tuviera que señalar una banda ideal para explicar de qué se trata el Metal a alguien que nunca lo escuchó en su vida, elegiría a Slayer. Lo cual es bueno y malo al mismo tiempo. Es bueno porque Slayer es la viva representación de esa intensidad virulenta, esa musicalidad agresiva y afilada que todo buen Metal debería poseer. Es bueno, también, porque cuentan con algunos de esos discos clásicos, de esos que siempre sonarán actuales y furibundos, sin importar que los parámetros de extremidad del género se muevan constantemente. Es malo porque todo ello significa que Slayer es un grupo repleto de clichés y lugares comunes, que son incapaces de ofrecer otras sensaciones que no sean de puro odio, de visiones bañadas en sangre y que, por ende, ese esquema ya se transformó, de alguna manera, en una fórmula establecida para el cuarteto. Pero, claro, uno no busca romanticismo ni melodías soñadoras a la hora de escuchar Metal. En fin, tratar de intelectualizar a Slayer es un caso perdido y sólo resta tiempo para lo importante, regodearse en el poderío indeleble de la única banda de Thrash capaz de sobrevivir durante veintiocho años ininterrumpidos sin dar pasos en falso ni diluir su propuesta. Así, llega este onceavo disco de estudio, el segundo tras la reunión de la formación original con el inmenso Dave Lombardo tras los parches. Y tiene todo lo que tiene que tener. Las hachas de Hanneman y King batiéndose en sangrientos duelos de riffs que se sacan chispas, pintando el lado oscuro de la condición humana con sus seis cuerdas, infectando mentes con sus típicos solos siempre al borde de la desafinación. La voz de Araya ladrando con la autoridad de un general Nazi, con esa crudeza casi Hardcore pero manteniendo la articulación necesaria de la que carecen la mayoría de los vocalistas extremos. La batería de Lombardo atronando sin respiro, repartiendo golpes como un pulpo merqueado y, de paso, demostrando que gran parte de la influencia que Slayer ejerció sobre grupos actuales como Mastodon o High On Fire reside, justamente, en el superlativo grado de imaginación que este tipo exhibe constantemente en su trabajo percusivo. Puesto a ubicar las composiciones del disco en comparación con sus obras pilares, podríamos decir que “World painted blood” es más “Seasons in the abyss” que “Reign in blood”. Es decir, no faltan las bombas Thrashers escupidas a toda velocidad con esos riffs que rozan el Death Metal. Si así fuera, Satanás y la patria metalera se los demandarían. El punto es que también hay lugar para otras variantes rítmicas (siempre dentro del universo Slayer. No esperen baladas ni Mathcore), tempos más lentos e hipnóticos, riffs oscuros pero con mayor espacio para respirar (en algunos de ellos hasta usan wha-wha, algo no muy común en Slayer), breves pasajes donde Araya canta con voz reposada e inclusive algún que otro solo de guitarra casi melódico. O sea, si “Reign in blood” fue pura violencia, “South of heaven” pura maldad y “Seasons in the abyss” la síntesis de ambos mundos, entonces pueden resolver la ecuación por su cuenta. No hay novedades, no se supone que las haya. Todo está en su lugar, la fórmula funciona a la perfección y nos hace olvidar que ya no tenemos quince años. Y, lo que en casi cualquier otro grupo de Metal extremo, sería un pasaje directo al aburrimiento (hola Cannibal Corpse), aquí es un festival demente compartido con insana alegría con las caras de siempre. Es Slayer y la única conclusión debería ser que el que escucha este disco y no siente un irrefrenable deseo de salir a la calle a matar gente, es porque no tiene sangre en las venas.
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